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Caso Paúl Guañuna La intolerancia institucional ante las movidas juveniles |
BOLETIN Nº 1
Paúl Alejandro Guañuma Sanguña fue un adolescente de 16 años, cuya vida no hubiera sido coartada de no haber estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado y haciendo algo que, a los policías que lo detuvieron, les pareció también equivocado: pintar una pared con un marcador, es decir, estar “graffiteando”.
El tratar de expresar en un muro las inquietudes y sentimientos propios de la juventud fue una acción tan errada que Paúl Alejandro mereció ser sancionado con la pena más grave y cruel. Que no debería, pero que se impone a un ser humano: la pena de muerte.
Sí, así de simple, pena de muerte y una tortura previa: sus manos fueron quemadas con un cigarrillo. Pena de muerte sin defensa, pues su único abogado defensor fue su propio grito de desesperación, grito ahogado en la penumbra de la noche y el gas lacrimógeno, grito de silencio de un cuerpo que quisieron hacerlo suicidar después de muerto: los muertos no se suicidad, los muertos están muertos, y particularmente a este muerto lo mataron.
A este muerto lo mataron, así lo determinó la autopsia, la segunda, la que se hizo después de exhumar el cadáver, porque en la primera los policías dijeron que se suicidó solito, que saltó de un puente y solo se murió sin que se dañe ningún órgano. A este muerto lo mataron, así de simple, sin más debido proceso que las garantías que pueden ofrecer un grupo de asesinos, sin más orden de detención que el grito de “alto o disparo”, sin más juez ni jurado que las manos de los policías que lo detuvieron, quienes con todo el rigor de su ley, le impusieron una pena no sujeta a ninguna apelación posterior, una pena no susceptible de rebajas, una pena no encaminada a la rehabilitación del supuesto infractor, del niño criminal, del futuro terrorista, como dirían las máximas autoridades del primer mundo. Una pena despreciable y que desprecia a la vida: la pena de muerte.
Sí, la pena de muerte, el castigo máximo y también el ejemplo máximo de lo que nos puede pasar a quienes, al igual que Paúl Alejandro, se atrevan a quebrantar las normas esenciales de un sistema obsoleto, a transgredir los principios básicos de una sociedad enferma, a romper los parámetros fundamentales de la normalidad y atreverse… si, atreverse, a pintar una pared.
La ejecución de Paúl Alejandro es idónea para atemorizar a quienes se atrevan a pensar en desafiar a las normas sociales, las normas que, supuestamente, buscan el bien común. La sentencia de Paúl fue dictada y la pena cumplida sin ningún tipo de posibilidad de defensa, los verdugos permanecen ocultos entre las faldas de una institución que cobija a todos sus hijos bajo el velo una impunidad llamada jurisdicción policial ¿y es que acaso no bastaba con tener grupos especiales, comisariatos especiales, botas especiales, chalecos especiales, gases, uniformes y hasta perros especiales? ¡¡¡Pues no!!! También necesitaba un fuero especial y especialmente utilizado para garantizar que la justicia no pueda ver, para que los culpables no sean sancionados y todo continúe en la oscuridad.
Una vez más la policía -como reza su propio lema- fue más que un buen amigo.
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Adriana Barahona
Andrés Borja
Luis Ángel Saavedra