Inicio Análisis y Coyuntura Crónica Social. El país que encierra: hacinamiento, hambre y olvido

Crónica Social. El país que encierra: hacinamiento, hambre y olvido

Por Voluntarix
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Por Karol Jaramillo Ayala *

Apenas cruzamos la entrada, nos marcan la palma de la mano con el sello azul del SNAI. A pocos metros, una fila de personas vestidas con camisetas blancas que sostienen pequeñas bolsas con víveres. Es día de visitas. El ambiente se siente denso, contenido, como si la rutina pesara más de lo normal. 

Los guardias nos realizan una revisión rápida del cuerpo. Presentamos nuestras cédulas, firmamos, y entramos. ¿Qué veré hoy? ¿Tendré miedo? Me pregunto mientras nos dirigimos hacia la oficina del nuevo director del Centro de Privación de Libertad Masculino Pichincha N.º 1 — más conocido como Cárcel de El Inca—. Nos recibe junto al juez Patricio Mestanza, quien ordenó el cumplimiento de una sentencia constitucional de 2021.1 A su lado, también están presentes una delegada de la Presidencia, funcionarios del SNAI, de la Defensoría del Pueblo, abogadas de Fundación Inredh y abogados del Centro de Derechos Humanos de la PUCE. 

La conversación inicia con la voz del nuevo director. Explica que el centro alberga actualmente a 1.780 personas privadas de libertad distribuidas en 13 pabellones, aunque la capacidad máxima instalada es para 1.500. El director apenas llevaba dos días en funciones, y afirmó que busca mejorar las condiciones de vida dentro del centro. 

El juez Mestanza retoma la palabra y recuerda la acción de protección (causa No. 17297-2021-00409) presentada por organizaciones de derechos humanos. El resultado fue una sentencia emblemática: el sistema penitenciario del Ecuador fue declarado en “estado de cosas inconstitucionales”. La sentencia ordenó al Estado crear una política pública de rehabilitación y reinserción social, aplicable a todo el país. 

Cuatro años después, ese mandato sigue prácticamente incumplido. La política fue elaborada, costó millones y se presentó como un avance, pero nunca se implementó. Su enfoque en derechos humanos quedó en papel, mientras en la práctica se optó por militarizar los centros en lugar de invertir en prevención, rehabilitación y reinserción: los pilares que realmente podrían garantizar derechos y transformar vidas. 

Y no solo en El Inca. Según el último informe de la Defensoría del Pueblo2 (junio de 2025), el hacinamiento nacional ha alcanzado el 21.05%, con 33.549 personas privadas de libertad frente a 27.714 plazas disponibles. Además, la política pública de rehabilitación social 2022–2025 está por concluir sin avances significativos en áreas clave como alimentación, salud, infraestructura y reinserción.  

Tras la reunión, el personal del Centro nos coloca gorros de protección para el cabello y nos entrega mascarillas. “Por seguridad”, nos dicen. Nos dirigen a la cocina del CPL.  Una mezcla de olores me llega apenas cruzamos el umbral: arroz, cebolla, desinfectante. Observo a unas trece personas contratadas por CONALEC3 —empresa proveedora del SNAI— cocinando sobre ollas gigantes. Mientras unos barren o limpian refrigeradores, otros preparan la sopa del día. 

Nos explican que las porciones de comida son iguales para todos sin importar peso, edad o condiciones específicas. El menú mensual es aprobado por el personal del SNAI y del Ministerio de Salud. Aunque se asegura que la alimentación está garantizada, informes independientes y testimonios de PPL coinciden: las porciones son insuficientes y casi siempre queda hambre.4 

El siguiente destino es el policlínico del centro, actualmente en fase de remodelación, coincidencialmente. Todo parece recién pintado. El médico de turno nos explica que el personal de salud rota cada seis meses, y que las áreas de atención incluyen medicina general y familiar, odontología, enfermería y psicología. En una de las salas, un sillón odontológico resalta como símbolo de presencia, aunque no necesariamente de funcionamiento. 

La atención se brinda de lunes a viernes entre 08h00 y 16h30, con un promedio de 10 a 12 pacientes diarios. En la sala de espera hay cinco personas privadas de libertad aguardando su turno. Uno de ellos nos comenta que a veces debe esperar hasta dos horas para ser atendido. Nos cuentan que las enfermedades más frecuentes son infecciones respiratorias e intestinales. El stock de medicamentos es muy básico: paracetamol, ibuprofeno y poco más. También se ofrece atención psicológica entre martes y viernes. 

Cada pabellón tiene un secretario (PPL) que entrega listados de atención médica a una funcionaria del centro. Aunque existe acompañamiento psiquiátrico, las personas trans señalaron falta de acceso a tratamientos hormonales y atención especializada en salud mental. 

Sobre la tuberculosis, el Centro reporta cuatro casos “controlados”. Sin embargo, la cifra nacional es alarmante: más de 1.100 personas con tuberculosis en cárceles ecuatorianas, de las cuales 37 presentan cepas multirresistentes. A eso se suma que, entre enero y marzo de 2025, murieron 124 personas en centros de reclusión —aunque datos extraoficiales hablan de cifras mayores—. Ni la militarización ha logrado frenar la violencia ni las muertes dentro de los muros. 

En el trayecto, el reloj marca las 11 de la mañana. Es horario de visitas. Veo abrazos fugaces, conversaciones al oído, risas breves entre esposos, madres e hijos. La dinámica familiar sobrevive como puede entre rejas. Las visitas, que estuvieron suspendidas por meses, fueron reactivadas oficialmente en marzo, bajo nuevas condiciones. 

Continuamos con el recorrido por el Centro y a lo lejos, escuchamos gritos. Gritos que no cesan. Algunos piden ayuda, otros simplemente claman por ser vistos. “¡Ayúdennos!”, “¡Aquí estamos mal!”, “¡Llévenme con ustedes!”, se oye desde distintos pabellones. El personal del SNAI, impasible, nos dice que “eso es normal, que cada vez que alguien externo entra, los internos se desesperan por hacerse oír. 

Mientras avanzamos, un mural en el patio capta mi atención: “Juntos por la libertad”. Contrasta con lo que nos cuentan: hasta hace dos semanas no se permitía a los internos salir al patio. Pasaban los días encerrados, compartiendo celda entre doce personas, con dos personas por cama. 

Pedimos entrar a una celda para comprobar por nosotras mismas las condiciones. Inicialmente acceden, pero luego retroceden. Alegan que, por precaución, no se puede ingresar: hay tuberculosis. Aunque antes aseguraron que todo estaba bajo control, ahora mencionan los riesgos para nuestra salud. Nos proponen, como alternativa, visitar un pabellón donde están internos de prisión preventiva, considerados de baja peligrosidad. 

Subimos gradas angostas, y con cada paso, mi cuerpo se tensa. El aire huele a incienso y tabaco, como si se intentara disimular otro olor más profundo. Las celdas son pequeñas, mal iluminadas. En el suelo, varias colchonetas, cada una compartida por dos personas. Algunas cortinas improvisadas hechas con cobijas intentan marcar un mínimo de privacidad. 

Las paredes están escritas, rayadas, dibujadas. El dibujo de un lobo de ojos intensos sobresale en una esquina, y el cableado está expuesto. Visitamos el área de duchas: hay seis cubículos, pero solo tres funcionan. Los internos se organizan para lavar la ropa en horarios específicos. Todo es mínimo, improvisado, sobreviviente.  

Al bajar de nuevo al primer nivel, nos invitan a una sala donde, por casualidad, se está realizando un taller de derechos humanos. Hay unas 25 personas privadas de libertad reunidas, muchos de ellos cantan, bailan, sonríen. Ensayan para el 18 de julio, Día Internacional de la Persona Reclusa. Algunos sostienen carteles con frases como: 

“Reconstruirme es un acto de justicia personal” 
“Tengo derecho a cambiar” 
“Todos estamos presos, pero no muertos” 
“Los derechos siguen vivos tras los muros” 

Cantaban con entusiasmo, con la voz firme. Y mientras los escuchaba, sentía esa esperanza que sostenían con fuerza, esto también era una forma de resistir a una injusticia más grande: la de un Estado que no se ha preocupado por su gente desde los barrios populares, desde su infancia, desde mucho antes de que llegaran a este encierro. Porque la cárcel, muchas veces, empieza antes del delito. 

En ese momento, observo a personas LGBTIQ+ participando con particular entusiasmo. Cantan con fuerza una canción que dice “cuando sientas desmayar, y que ya no hay fuerzas para continuar, has pensado abandonar ese sueño, ese anhelo que en tu alma está. El espacio se vuelve distinto, casi festivo. Me acerco y muestro una sonrisa amable, mientras nos entregan hojas con reflexiones que han trabajado en el taller. 

Luego pedimos, con respeto, si podemos conversar con algunas personas de la comunidad sexodiversa, y aceptan. 

Para esto nos reunimos nuevamente en la sala del Director. Una de ellas se presenta: “Me llamo Yajaira”. Cuenta que convive junto a otras personas LGBT+ en el pabellón El Condado, donde existen cuatro celdas asignadas a población de diversidad sexogenérica. Menciona que se siente respetada por los demás internos y que intentan mantenerse activas: cantan, bailan, organizan talleres y concursos. Mi mente va más allá del encierro”, dice. “Nos gusta cantar, bailar, hacer actividades para olvidarnos de todo esto”. 

Pero también nos confiesa algo que se repite en muchos centros del país: la violencia durante la presencia militar.Nos arrancaban los aretes, nos decían maricones, nos pegaban, nos pateaban mientras bajábamos las gradas. Nos cortaban el cabello con cuchillo. Nos destruían nuestras cosas”, recuerda. “Cuando llegan los militares es un día de terror. Solo se portan bien cuando hay visitas importantes o alguien de derechos humanos. Después, vuelven a maltratarnos”. 

Al terminar la reunión, el juez recuerda que la visita tiene como fin exigir el cumplimiento de la sentencia emitida en 2021. Una de las abogadas de INREDH, Dayuma Amores, enfatiza: “Solo cuando sociedad civil y Estado se conectan de verdad, es posible reconstruir. Es posible que las personas privadas de libertad tengan una vida digna y realmente puedan reinsertarse”. 

Finalmente, salgo del centro con el sello azul aún marcado en la palma. Visité El Inca como quien se asoma a un mundo que no debería existir así. Porque no, una cárcel no debería ser una tumba anticipada. Pero lo es para muchos. Muertes, enfermedades, hambre, negligencia, discriminación. Todo eso convive, todos los días, en los 35 centros de privación de libertad del Ecuador. 

Pero también hay algo más. Algo que encontré en medio del canto colectivo, de las frases escritas con marcador, de las historias que florecen incluso en los rincones más oscuros. Hay humanidad. Hay resistencia. Hay quienes, como Yajaira, dicen que su mente “va más allá del encierro” y luchan por espacios donde puedan bailar, leer, jugar ajedrez, cantar. No por distracción, sino por dignidad. 

Días después de nuestra visita, el 22 de julio de 2025, una nueva audiencia de seguimiento lo confirmó todo. El juez Mestanza presidió la sesión y escuchó los informes presentados por INREDH, el CDH-PUCE y la Defensoría del Pueblo. Todos coinciden en lo mismo: el Estado ecuatoriano no ha cumplido la sentencia de 2021. No existen acciones coordinadas, no hay liderazgo interinstitucional, no hay voluntad política para enfrentar la crisis penitenciaria. 

La abogada Dayuma Amores lo mencionó con firmeza: “Existe una política pública que no se está implementando. Las vulneraciones continúan. No existe rehabilitación social y eso impide la reinserción. Tres años después, seguimos en el mismo escenario de violencia e impunidad”. El juez dispuso que, en un plazo de 180 días, las instituciones involucradas instalen mesas de trabajo con participación de sociedad civil y expertos, y presenten un informe técnico conjunto. El incumplimiento podría constituir desacato a una sentencia constitucional. 

Y ahí aparece el punto que lo atraviesa todo: la rehabilitación social. Esa palabra que debería ser la columna vertebral de cualquier sistema penitenciario, pero que en el Ecuador es apenas un concepto vacío. Una cárcel que encierra cuerpos sin abrir caminos no rehabilita. Una cárcel que no ofrece educación, ni salud mental, ni oportunidades reales de reinserción, solo reproduce la desigualdad que ya existía afuera. La violencia del país no se resolverá mientras la política penitenciaria siga siendo el abandono.  

Esta crónica existe para que otros y otras también lo vean. Para que sepan que en El Inca —y en todas las cárceles del Ecuador— hay vidas, hay historias y hay resistencias. Porque no habrá futuro si seguimos creyendo que encerrar personas es suficiente para resolver un conflicto social que nace, siempre, antes de la reja.   

Referencias:

1 InredhSe suspendió la audiencia de acción de protección con medidas cautelares a favor de las personas privadas de la libertad en Ecuador. Disponible enhttps://acortar.link/2c4Gwo 

2 Defensoría del Pueblo. Informe de seguimiento de sentencia- causa No. 17297-2021-00409. Disponible en: https://acortar.link/3ksKH2 

3 Primicias. Quién está detrás del contrato reservado para la alimentación en las cárceles de Ecuador. Disponible en: https://acortar.link/6UVjmN  

4 Defensoría del Pueblo. Décimo informe de seguimiento a lo dispuesto en el Resolución emitida en la Causa No. 17230-2024-09062, sobre medidas cautelares autónomas a favor de las personas privadas de libertad respecto al derecho a la alimentación. Disponible en: https://acortar.link/3nEhzH  

Karol Jaramillo Ayala

Comunicadora social con enfoque en derechos humanos y justicia climática. Se especializa en producción audiovisual y generación de estrategias de comunicación con perspectiva intercultural. Actualmente forma parte del equipo de comunicación de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (INREDH).

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