Comunicación INREDH |
07/07/2004 |
Pueblos Indígenas y Naturaleza en el discurso de la modernidad |
Presidenta Mesa 5: Recursos Naturales y Biodiversidad Asamblea Constituyente Ecuador Introducción El relator de NNUU, Rodolfo Stavengahen utiliza el concepto de “brechas de implementación”, para denominar la distancia que existe entre los derechos de los pueblos indígenas efectivamente promulgados en diferentes países del resto del mundo y la situación real de los pueblos indígenas (Stavengahen: 2007). El hecho es que luego de varios años de discusiones a nivel internacional sobre derechos indígenas, los pueblos indígenas ahora están más amenazados que nunca. Las declaraciones se han convertido más en simulacros jurídicos que enmascaran situaciones de hecho, que en instrumentos que permitan la defensa de los intereses de los pueblos indígenas.
Presidenta Mesa 5: Recursos Naturales y Biodiversidad Asamblea Constituyente Ecuador Introducción El relator de NNUU, Rodolfo Stavengahen utiliza el concepto de “brechas de implementación”, para denominar la distancia que existe entre los derechos de los pueblos indígenas efectivamente promulgados en diferentes países del resto del mundo y la situación real de los pueblos indígenas (Stavengahen: 2007). El hecho es que luego de varios años de discusiones a nivel internacional sobre derechos indígenas, los pueblos indígenas ahora están más amenazados que nunca. Las declaraciones se han convertido más en simulacros jurídicos que enmascaran situaciones de hecho, que en instrumentos que permitan la defensa de los intereses de los pueblos indígenas.
Esta situación entre lo que se dice y lo que efectivamente se hace no es nueva. De hecho, durante la colonia uno de los axiomas más conocidos fue: “se acata pero no se cumple”. La palabra desempeña, de esta manera, un rol estratégico. Para los pueblos indígenas, esta dimensión de la utilización estratégica de la palabra es simplemente impensable. En los pueblos indígenas, a diferencia de la modernidad, la palabra no está disociada de sus actos y de sus consecuencias: se asume lo que se pronuncia. De hecho, Tzvetan Todorov, hace de esta confrontación entre un uso estratégico de la palabra por parte de la modernidad, y un uso no estratégico, como uno de los argumentos centrales que explicarían la conquista europea (Todorov: 1991).
Esta fragmentación de la palabra, inherente al ser moderno, se debe a la constitución misma de la modernidad. El Ser moderno puede disociar la palabra de sus consecuencias, porque es un Ser fragmentado en sí-mismo, porque es un Ser cuya unidad con el mundo ha sido fracturada de manera irreversible. Esas rupturas se manifiestan a través la separación del Hombre de la naturaleza, y del Hombre con respecto a sus Diferencias radicales.
El presente texto parte de una hipótesis: desde el proyecto de la modernidad, es decir, desde la razón moderna e instrumental, es imposible desarrollar una posición ética con respecto a la naturaleza, porque la naturaleza ha perdido todo status ontológico debido a esa ruptura entre Hombre y naturaleza, y se ha convertido un objeto a explotar, utilizar, o un ob
jeto a conocer. Es necesario, entonces, ir a la constitución misma de la modernidad para comprender el real estatus que tiene la naturaleza y las posibilidades de re-crear una ética en consideración a ella.
En los orígenes del pensamiento moderno, encontramos el concepto de “estado de naturaleza” del iusnaturalismo como bisagra teórica que legitima tanto la fundación del Estado moderno como de la sociedad política moderna (Bobbio: 1992). La presencia de este concepto del iusnaturalismo nos indica que se ha producido una ruptura radical y profunda en el pensamiento moderno: la naturaleza ha perdido una condición de sacralidad inherente al orden teológico del medioevo europeo, y se ha transformado en “medio ambiente”.
La fractura radical del hombre con respecto a la naturaleza, implica el nacimiento de un orden civilizatorio nuevo y también la existencia de nuevos conflictos. La idea del “Hombre” es nueva, tiene un contenido y una propuesta que está vinculada a la concepción burguesa del mundo, de la historia y del futuro. La constitución de este “hombre” como “amo y señor” de la naturaleza, también es nueva y sus consecuencias, con el transcurso del tiempo se revelarán dramáticas.
Pero al mismo tiempo que el hombre moderno tuvo que desgarrarse la naturaleza para constituirse a sí mismo, también decidió ocultar su rostro al espejo. Esa negación implica el aparecimiento de otra desgarradura tan profunda como la anterior. Para ser moderno, no bastaba negar a la naturaleza sino también negarse a sí mismo. El hombre moderno niega la Diferencia radical que lo constituye, y que se expresa de múltiples maneras. El Ser moderno desconoce a los Otros, a la Alteridad, y al hacerlo, se está desconociendo a sí mismo, está limitando los contenidos de su propuesta de emancipación humana. Esta segunda desgarradura del hombre moderno con respecto a la Diferencia conlleva a la destrucción de pueblos y sociedades que no comparten los códigos civilizaciones del hombre moderno.
1.- La desgarradura de la naturaleza
La modernidad siempre consideró a la naturaleza como su opuesto. Uno de los conceptos centrales que se elaboraron en la Ilustración y luego en el romanticismo, será precisamente la separación entre cultura y naturaleza. El hombre civilizado tiene que salir de la naturaleza e ingresar a la historia a través de la cultura. La naturaleza es una especie de línea demarcatoria entre la civilización y el salvajismo.
En las primeras elaboraciones de la teoría racional del Estado moderno (Spinoza, Hobbes, Locke, Kant, Fichte, Rousseau, entre otros), la naturaleza permite trazar la frontera entre lo moderno y lo premoderno. Lo premoderno aún no está maduro para entrar en la modernidad, y ésta se asume desde una visión de civilización. Sin embargo, el concepto de la naturaleza en la teoría política de la naciente burguesía también sirvió como recurso metodológico para crear la mistificación del poder de la burguesía. Con este recurso metodológico, la burguesía quiere ocultar las disputas del poder y la violencia que implica su vigencia, y se inventa un metáfora que sirve como línea divisoria entre un antes y un después del advenimiento de la burguesía: aquella del “estado de naturaleza”.
En efecto, antes de que la burguesía asuma el poder, los seres humanos vivían en una situación entre el idilio del “buen salvaje” (Rousseau), hasta la amenaza del conflicto de todos contra todos de T. Hobbes. Este espacio sin historia, sin pasado, sin relaciones de poder se asume como un “estado de naturaleza” vacío de todo contenido histórico. Es esta invención del “estado de naturaleza” la que permite identificar el punto de origen del Estado no político hacia el Estado político moderno (Bobbio, 1992; Nozick, 1990; Rawls, 2000). Para ser moderno, entonces, es necesario “superar” a la naturaleza para crear la historia.
El pensamiento moderno (es decir, la teoría política creada por la naciente burguesía) creó la hipótesis del “estado de naturaleza” como el opuesto del “estado civil”. El “estado de naturaleza” es el umbral entre el nacimiento de la política moderna, el estado político moderno, y la sociedad premoderna. En ese umbral los seres humanos abandonan el estado natural, en el que supuestamente son libres e iguales pero no racionales, por un contrato social, en el cual crean una instancia superior: la colectividad como racionalización de los intereses privados, el denominado pactum societatis. Esta racionalización habría de conllevar la generación del contrato social como garante de la racionalidad del Estado y de la racionalidad de los individuos.
El estado prepolítico es un estado no moderno, no contractual, por tanto, no racional, Bobbio (1992). Obviamente, el estado de naturaleza es una explicación que tiene un propósito heurístico y político: legitimar al estado burgués en formación y su poder económico. En este “estado de naturaleza” la transición hacia el estado político moderno pasa por el reconocimiento de los denominados “derechos naturales” de los seres humanos, o también denominado modelo iusnaturalista.
El modelo iusnaturalista que opone el Estado civil al Estado de naturaleza, expresa la conformación de la burguesía y su paso, como diría Marx, de “clase en sí” a “clase para sí”. Es la conformación de una voluntad histórica que tiene una pretensión histórica-ontológica. El Estado civil implica la asociación racional de individuos bajo la forma de la “sociedad civil”, y el contrato social la expresión social e histórica de esa racionalidad.
La sociedad civil implica varias dimensiones de tipo epistemológico que son fundamentales para la construcción y constitución del discurso liberal: el concepto de individuo racional (que en el campo económico el iusnaturalismo lo convertirá en el homo económicus de J. Bentham, y que en el campo político dará lugar a la figura del ciudadano), el concepto de soberanía que permite fundamentar la legitimidad del Estado moderno, el concepto de mercado como contractualidad interpersonal, etc. Pero la sociedad civil aparece en la teoría política moderna en oposición a las sociedades que vivirían en el estado de naturaleza.
En efecto, para Hobbes, el estado de naturaleza se podría comprobar en “las sociedades primitivas, las de los pueblos salvajes, como los indígenas de algunas playas de América, o como los pueblos bárbaros de la Antigüedad aún incivilizados” (Bobbio: 1992: pp. 46). De esta manera, la mayoría de pueblos y nacionalidades indígenas, estarían en “estado de naturaleza”, son sociedades premodernas y, en el mejor de los casos, en vías de constituirse como sociedades modernas. Esta teleología de la razón moderna, se expresa de manera clara en el concepto simbólico del “desarrollo”. Las naciones o pueblos no modernos, serían, entonces, o naciones “subdesarrolladas”, o en tránsito al desarrollo.
Hegel expresa el pasaje del estado de naturaleza al Estado político moderno, como un devenir necesario de la razón: la historia es la dialéctica del Espíritu absoluto en su realización histórica. “La razón rige al mundo”, dice Hegel (1986, pp. 43), y la razón es universal y necesaria. Los trabajos de la historia, no son sino la lucha del Espíritu por alcanzar su plenitud en sí mismo, y el Espíritu en Hegel es lo racional, de hecho para Hegel todo lo real es racional, y todo lo racional es real. Lo racional es la determinación última de una voluntad histórica que en Hegel adquiere características absolutas, necesarias y totalmente idealistas.
La ilustración alemana, de la cual Hegel es uno de sus máximos representantes, convierte las oposiciones de la modernidad, en condiciones históricas de posibilidad. En el caso de la naturaleza, ésta es cosificada y desontologizada del estatus que había adquirido
en la edad media europea. La reacción del romanticismo a la “caja de acero” de la modernidad, como la denominó Max Weber, no recupera el estatus que tenía la naturaleza, sino que la convierte más bien en objeto de decoración, algo parecido a la noción del bon sauvage de la ilustración francesa con respecto a los pueblos indígenas.
Aquí podemos ver que la modernidad crea sus metanarraciones a partir de oposiciones que la legitiman y la justifican. La primera de ellas y una de las más importantes, es la que opone la naturaleza a la sociedad política moderna. La naturaleza está excluida “racionalmente” del contrato social. La contractualidad solo puede darse entre hombres libres, racionales e iguales. No puede darse en y con la naturaleza porque ella representa justamente el estado histórico que hay que superar. Para establecer el contrato social, los hombres modernos tienen que declararse: libres, iguales y racionales (Bidet: 1999, pp. 19). Deben cortar radicalmente con aquellas relaciones sagradas que los mantenían en el “estado de naturaleza”.
La declaración de libertad-igualdad es una declaración de racionalidad. El contrato social es la garantía del cumplimiento de los contratos individuales. Es la metanarración que justifica al Estado moderno, en la teoría clásica liberal. Hegel, incluso llegará a criticar al contrato social, insistiendo en que éste es la hipóstasis de la contractualidad interindividual. Un debate que tiene pertinencia ahora cuando se opone la libertad de los “antiguos” con la de los “modernos” (Bobbio, 1996: pp. 7-10).
Una vez definido el paso del estado de naturaleza al estado político, podemos visualizar la primera gran ruptura que se realiza al interior de la modernidad: la naturaleza se subordina y se excluye del horizonte de posibilidades históricas y políticas de los seres humanos: “el contrato social solo incluye a los individuos y sus asociaciones; la naturaleza queda excluida: todo aquello que precede o permanece fuera del contrato social se ve relegado a ese ámbito significativamente llamado “estado de naturaleza”. La única naturaleza relevante para el contrato social es la humana” (Santos: 2004, pp. 2). Pero no se trata únicamente de una exclusión formal, se trata en realidad de un proceso más vasto y complejo, porque la modernidad al momento en que traza la frontera entre lo racional (es decir lo moderno, que según Hegel es lo único realmente existente), y la naturaleza, instaura una nueva relación con respecto a ésta.
Hay una desgarradura en este sentido que fundamenta al proyecto de la razón moderna, esa desgarradura es la tensión por desnaturalizar al hombre y objetualizar a la naturaleza. Esta relación está hecha a dos niveles: a un nivel racional, la naturaleza está hecha para ser aprehendida por la ciencia, o, si se quiere, como objeto que se opone al sujeto en el acto de un conocimiento supuestamente científico, o de un conocimiento cuyas condiciones de validez epistemológicas serán hechas desde los mismos contenidos autoreferenciales de la razón moderna.
El Hombre, en el sentido ontológico del término, ha sido despojado de su corteza natural, es un hombre político, que frente a la naturaleza se constituye en un observador crítico y analítico. Tratará de comprender las supuestas “leyes” que rigen y estructuran la naturaleza a través del conocimiento científico. La apelación a las “leyes” es una apelación al positivismo que fue el primer ropaje ideológico que asumió el conocimiento científico en la naciente modernidad.
En un segundo nivel, la naturaleza es el objeto del cual se pueden extraer todas las condiciones necesarias para la producción material, que en la modernidad adquiere la modalidad del capitalismo. Es reveladora la célebre frase de Descartes, en la VI parte de su Discurso del Método, que enuncia todo el proyecto de la modernidad y el capitalismo, con respecto a la naturaleza: “conociendo la fuerza y las acciones del fuego, el agua, el aire, los astros, los cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente y de la misma manera por la cual nosotros conocemos los diversos conocimientos de nuestros artesanos, los podríamos emplear de la misma manera en todos los usos para los cuales ellos están hechos y así volvernos los amos y señores de la Naturaleza”.
Amos y señores de la naturaleza: dueños de una inagotable, al menos así aparece al inicio de la modernidad, fuente de recursos. Un depósito del cual extraer todo aquello que la producción necesita y al mismo tiempo devolver aquello que excreta. Depósito y reservorio, tal es la dimensión que la naturaleza tiene ahora. La mente racional de la modernidad ha instaurado una relación con respecto a la naturaleza que es absolutamente contraria a aquella que predominaba en la Edad Media europea.
La ética que el medioevo había creado con respecto a la naturaleza, finalmente, desaparece con la modernidad. La ética, como el contrato social, es un asunto entre personas racionales, libres, individuales e iguales, no es entre personas y cosas, peor aún entre cosas. La frontera ha sido trazada. El horizonte burgués con su pragmatismo absoluto, ha subordinado a la naturaleza a sus propios requerimientos de clase y de civilización. Es un punto de no-retorno. La naturaleza a partir de ahora puede ser expoliada, depredada, vaciada, utilizada: hay una legitimidad civilizatoria para hacerlo.
La mentalidad fáustica y prometeica de la modernidad burguesa subsume lo natural a sus requerimientos productivos y civilizatorios. Dondequiera que la modernidad se instaure, y con ella sus formas de producción material y espiritual, buscará la forma de imponer su visión con respecto a la naturaleza.
Los pueblos premodernos, que aún están en el “estado de naturaleza”, tiene que dar paso a la razón moderna. Su visión de su entorno no es eficiente, es decir, racional. Son pueblos “subdesarrollados”. En ese sentido, la noción de desarrollo, que en el ámbito simbólico releva de aquella del “progreso” y que se forma desde el campo de la economía, es altamente funcional al proyecto de la modernidad burguesa.
La noción de desarrollo permite trazar la frontera entre el estado de naturaleza y el estado moderno. Gracias a esta noción, se pueden introducir los contenidos fundamentales del proyecto de la razón moderna con legitimidad y hacer que sean los mismos pueblos en “estado de naturaleza” (es decir, subdesarrollados), los que asuman la tarea de destruir su contrato natural, su visión simbólica y sagrada del mundo, por aquella burguesa y moderna. El discurso del desarrollo es la constatación de esta fractura primigenia. Su teleología garantiza la expansión del proyecto de la modernidad burguesa.
Quizá sea también por ello que los discursos de la sustentabilidad de la producción material en el contexto de la modernidad (como por ejemplo el desarrollo sustentable), finalmente conduzcan a una contradicción. Al interior de la matriz teórica de la modernidad, no existiría ninguna posibilidad para un “desarrollo sustentable”. A nivel filosófico implican una contradicción indisoluble, es decir, una aporía que sin embargo es muy útil a nivel político. Es un concepto con el cual se está de acuerdo y que sirve para justificar tanto la contaminación ambiental cuanto su valoración económica. Quizá también por ello la “economía ecológica”, en realidad, sea una contradicción en los términos, O un afán del pensamiento burgués en su insistencia de incorporar la valoración de la naturaleza a sus contenidos de dominio y señorío.
2. El desconocimiento a la Diferencia radical
Enrique Dussel, cita algunas frases de uno de los filósofos más importantes para entender a la modernidad, J. G. Hegel, que dan cuenta de que existe otra desgarradura fundamental en el nacimiento de la modernidad, las transcrib
o para su mejor comprensión: “El mundo se divide en el Viejo Mundo y en el Nuevo Mundo. El nombre de Nuevo Mundo proviene del hecho de que América (…) no ha sido conocida hasta hace poco para los europeos. Pero no se crea que esta distinción es puramente externa. Aquí la división es esencial. Este mundo es nuevo no solo relativamente sino absolutamente; lo es con respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos (…) el mar de las islas, que se extiende entre América del Sur y Asia, revela cierta inmaturidad por lo que toca también a su origen (…) De América y su grado de civilización, especialmente en México y Perú, tenemos información de su desarrollo, pero como una cultura enteramente particular, que expira en el momento en que el Espíritu se le aproxima (…) la inferioridad de estos individuos en todo respecto, es enteramente evidente” (Dussel, 1994, pp. 15-16).
El mismo Hegel, refiriéndose a los pueblos de África: “Africa es en general una tierra cerrada, y mantiene este su carácter fundamental” … “Entre los negros es, en efecto, característico el hecho de que su conciencia no ha llegado aún a la intuición de ninguna objetividad, como, por ejemplo, Dios, la ley, en la cual el hombre está en relación con su voluntad y tiene la intuición de su esencia (…) es un hombre en bruto” “Este modo de ser de los africanos explica el que sea tan extraordinariamente fácil fanatizarlos. El Reino del Espíritu es entre ellos tan pobre y el Espíritu tan intenso … que una representación que se les inculque basta para impulsarlos a no respetar nada, a destrozarlo todo … Africa … no tiene propiamente historia. Por eso abandonamos Africa para no mencionarla ya más. No es parte del mundo histórico; no presenta un movimiento ni un desarrollo histórico … Lo que entendemos propiamente por Africa es algo aislado y sin historia, sumido por completo en el espíritu natural, y que solo puede mencionarse aquí, en el umbral de la historia universal”, (Dussel, op. cit., pp. 17).
Pueblos sin historia, pobres en racionalidad, carentes de futuro: las razones que hasta ahora se escuchan para justificar y legitimar el expansionismo, la violencia, la dominación. Para Hegel, el nuevo mundo que supuestamente descubrieron los europeos es literalmente nuevo, y los seres humanos que lo habitan son seres humanos en potencia, es decir, hasta el momento en el que la Razón, pueda alumbrarlos, o utilizando su propia expresión, son “hombres en bruto”, simple materia prima que tendrá que ser moldeada y trabajada por la racionalidad moderna.
Es tan nuevo el Nuevo Mundo (América para la modernidad, Abya Yala para los pueblos indígenas), que para Hegel “si nos adentramos en el territorio descubrimos enormes ríos que todavía no han llegado a fabricarse un lecho” (Dussel, ibidem). Nuevas las cosas, nuevos los hombres: inmadurez fundamental, inacabamiento permanente: papel en blanco para inscribir la signatura de la Razón. Conciencia inmadura que busca el hálito de la luz moderna para comprenderse a sí misma, para realmente ser y estar en el mundo. Escribir la signatura de la modernidad en estos pueblos sin historia implique también un contenido de violencia.
El mismo Dussel, cita un texto de Sepúlveda sobre el causus belli (causal de guerra) contra los indios (recuérdese la célebre disputa entre Sepúlveda y Las Casas sobre la existencia de alma en los indios). La cita dice: “La primera (razón de la justicia de esta guerra y conquista) es que siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros (indios), incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades (magnas commoditates), siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien de todos (utrisque bene)” (Dussel, op. cit., pp. 69).
De otra parte, quiero mencionar en esta oportunidad al “Requerimiento” que es el nombre del texto, leído en el español de Castilla del siglo XVI, que se acostumbraba a leer a la entrada de las poblaciones indígenas durante la conquista española, por supuesto sin la presencia de ningún representante indígena, y que autorizaba a las tropas conquistadoras a entrar a saco desde la más humilde de las aldeas hasta las ciudades indígenas más grandes.
El texto del Requerimiento, en lo fundamental, dice: “Os ruego y requiero que entendáis bien esto que os he dicho y toméis para entenderlo y deliberar sobre ello todo el tiempo que fuese justo, reconozcáis a la Iglesia por señora y superiora del Universo Mundo, y al Sumo Pontífice llamado Papa en su nombre, y a su Majestad en su lugar, como superior y rey de las islas y tierra firme (…) si no lo hiciéreis, o con ello dilación maliciosa pusiéreis, certíficoos que con ayuda de Dios entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas partes y manera que pudiere (…), tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere”.
Ficción jurídica que acompañaba a la violencia de la conquista y colonización. Necesidad de otorgar visos de legitimidad a la explotación y al asesinato. Junto a la espada estaba la cruz, y junto a la cruz el derecho. Ficción religiosa que presentaba al crimen como guerra santa, y simulacro jurídico que convertía a los conquistadores en brazo armado y legítimo del poder. Los crímenes se convertían en expiación. La conquista en Guerra Santa. La violenta apropiación en derecho de conquista, y la agresión se purificaba con el solo nombre de Santiago Arcángel. La violencia se sacralizaba en la teología y el derecho de conquista creaba las instituciones sobre la sangre aún humeante de los vencidos. La conquista develaba su rostro de Medusa: la modernidad ha empezado ha recorrer sus posibilidades históricas.
Narra, entre tantos hechos, Bartolomé de las Casas, lo siguiente, en su Brevísima Relación de la destrucción de las Indias: “Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no debarrigaban e hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría al hombre de por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas. Tomaban criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas … Hacían unas horcas largas, que juntasen casi los pies a tierra, e de trece en trece, a honor y reverencia de nuestro Redemptor e de los doce apóstoles, poniéndoles leña e fuego, los quemaban vivos”, luego de este testimonio cabe preguntarse: ¿qué pasó por la cabeza de aquellos hombres, durante la conquista, que perdieron todo sentido de la ética, toda consideración de lo humano, todo rastro de compasión, todo vestigio de racionalidad? ¿qué la definía? ¿qué la estructuraba? ¿qué historia vivían aquellos hombres de la conquista que los convirtió en genocidas? Dussel tiene razón, la modernidad empieza en 1492, y la conquista es la expresión de que la modernidad está naciendo.
Con el genocidio más grande y aterrador que haya conocido la humanidad, nace el proyecto civilizatorio de la modernidad, como un proceso que fractura al hombre moderno de sus semejantes no-modernos, es decir, los Otros de la modernidad. La modernidad no es un acontecimiento europeo, es un hecho mundial. La violenta signatura de la razón moderna encontrará en la conquista de América la posibilidad de encubrir al Otro por la violencia.
La modernidad expresa el ascenso de la burguesía al poder en el mundo y la construcción de un nuevo orden sustentado en la racionalidad instrumental y el orden capitalista. Dos siglos más
tarde de este genocidio, y siguiendo con el razonamiento del filósofo alemán Hegel, éste lo justificaría de la siguiente manera: “Por lo que a la raza humana se refiere, solo quedan pocos descendientes de los primeros americanos. Han sido exterminados unos siete millones de hombres… Estos pueblos de débil cultura perecen cuando entran en contacto con pueblos de cultura superior y más intensa.”
El genocidio, en Hegel, aparece legitimado bajo la denominación de “contacto”. Justamente por ello, en las discusiones de los pueblos en aislamiento voluntario, hay voces que se oponen a la designación de “pueblos no-contactados”. El “contacto” con la modernidad por definición implica violencia, sometimiento, colonialidad. Quizá por ello, es de admirar la sabiduría de los pueblos amazónicos waos que llaman a sus hermanos tagaeri-taromenane, que se resisten al “contacto” con la modernidad, como “pueblos libres”. Libres de modernidad. Libres de capitalismo.
Sin embargo, para Hegel, los “americanos” como denomina a los pueblos indígenas, al menos tenían el estatuto ontológico de seres humanos. Para el virrey Francisco de Toledo, ese estatuto ontológico ni siquiera existe: “antes de hacerse cristianos, los indios tenían que hacerse hombres”, y fray Juan de Quevedo, expresa: “soy de sentir que (los indios) han nacido para la esclavitud y solo en ella podremos hacer buenos. No nos lisonjemos; es preciso renunciar sin remedio a la conquista de las Indias y a los provechos del Nuevo Mundo si se les deja a los indios bárbaros una libertad que nos sería funesta …Si en algún tiempo merecieron algunos pueblos ser tratados con dureza es en el presente, los indios más semejantes a bestias feroces que a criaturas racionales” (Genaro García: 1948, pp. 71).
Pero quizá la fórmula más expedita de la conquista haya sido dicha por Oviedo: “Quién puede dudar que la pólvora contra los infieles es incienso para el Señor” (Fernando Mires: En nombre de la Cruz. Argentina, p 64). Bon sauvage o bestia peligrosa, los indios fueron inscritos con la violencia moderna que permitía la destrucción de aquello que les otorgaba su condición de diferencia. Los indios fueron borrados como Alteridad. Fueron asimilados a la modernidad de manera violenta y colonial en un proceso que implicó la destrucción de todas las condiciones que les permitían ser Diferentes.
Cinco siglos después, la conquista parece no terminar. La Universidad Autónoma “Gabriel René Moreno” de Santa Cruz, en Bolivia, publicó recientemente un texto revelador: “Simplemente el país seguirá como Dios lo creó hace siglos, dando lugar en su territorio a la existencia de una población de seres racionales, que en su relación humano-espacial viven bajo normas de convivencia civilizada y formas de organización política. (Sandoval 2007, 112). Bolivia era, antes de la conquista, una tierra de nadie, que necesitaba de la existencia de una población de “seres racionales”.
Como puede apreciarse, en el pensamiento moderno se expresa, sin ninguna mediación ni siquiera retórica, la segunda gran desgarradura de la modernidad: el desconocimiento radical de la diferencia y su subordinación violenta. Los Otros no solamente que no existen como Otros, sino que además están justificadas todas las guerras y toda la violencia para incluirlos al proyecto de la razón (la diferencia debe obediencia a la razón: como el cuerpo al alma, la mujer al marido …). Una argumentación que cobra una siniestra validez a la hora actual cuando pueblos enteros son invadidos y masacrados en nombre de la democracia liberal, y el libre mercado.
Existe una pretensión de validación universal de los contenidos de la modernidad: las categorías básicas de la modernidad, incluido su ethos, se convierten por obra y gracia de su propia argumentación, en referentes universales, y necesarios, y en tanto tales en un deber-ser de los pueblos urbi et orbi. La modernidad transforma sus argumentos ontológicos en deontológico. Su ser particular se convierte en ser universal. Sus razones históricas en razones civilizatorias. De la misma manera que la modernidad desconoce el estatus ontológico de la naturaleza y la convierte en un objeto a utilizar provocando su primera desgarradura; así mismo desconoce el estatus de alteridad de la Diferencia y los convierte en seres a incluir a su propio proyecto.
Pero, mientras que la naturaleza era susceptible de apropiación, transformación y conocimiento (como cognoscibilidad), la diferencia (o la alteridad), es susceptible de invisibilización, indiferenciación e inclusividad. Esta última dialéctica es violenta en sí misma porque la condición de visibilidad implica una renuncia a la condición de alteridad. Solo se puede ser visibilizado dentro de las mismas coordenadas epistemológicas de la razón, fuera de ellas se es invisible, no se tiene existencia ni tampoco derecho a reclamar por ella.
Visibilizarse, implicaría entonces, dejar de Ser-Otro y pasar a ser Lo-Mismo. Este tránsito está garantizado por los mismos contenidos de la modernidad: es el tránsito del “estado de naturaleza” al estado moderno. La modernidad tiene criterios de inclusión que están garantizados en la contractualidad, pero es imposible ser diferente y adquirir status de reconocimiento como tal dentro de las coordenadas del contrato social: “solo los ciudadanos son partes del contrato social. Todos los demás –ya sean mujeres, extranjeros, inmigrantes, minorías (y a veces mayorías) étnicas- quedan excluidos”, (Santos, 2004: 2).
Esta frontera de exclusión es dialéctica: se cierra a medida que existe presión desde la diferencia: se abre en el momento en que por presiones políticas los excluidos son incluidos, pero su inclusión se realiza dentro de los contenidos del contrato social: entran como ciudadanos, diferentes, pero ciudadanos. Su estatus de diferenciación se subsume a aquel de ciudadanía, se convierte en estatus de particularidad, y finalmente se pierde. La soberanía del Estado moderno no está hecha para reconocer las diferencias fundamentales de la alteridad. Cuando la modernidad en general, y la contractualidad en particular, se enfrentan a la Diferencia (alteridad), optan por traducirla a los contenidos de sus propios referentes, y desde esos propios referentes, la valoran y la incluyen. Al hacerlo, están cometiendo aquello de Boaventura de Souza Santos llama un “epistemicidio”.
En esos epistemicidios opera un proceso lógico que podemos encontrarlo en Hegel. En efecto, en su Ciencia de la Lógica, Hegel, diferenciaba entre la razón y el entendimiento como dos métodos de pensamiento opuestos. El entendimiento, según Hegel, pensaba con categorías fijas y comprendía el mundo bajo el principio de la no-contradicción. El entendimiento oponía, decía Hegel, lo finito, lo que perece, con lo infinito, lo que nunca perece, sin darse cuenta que por definición lo infinito no puede ser subsumido a lo finito. Para Hegel, lo opuesto de lo finito no puede ser lo infinito, porque éste comprende en sí mismo a lo finito. Si se quiere, lo finito, lo que perece, lo que tiene un fin, en realidad no es más que un momento de lo infinito, lo que nunca perece, lo que siempre es y será. Pero, para comprenderlo hay que abandonar la lógica del entendimiento (que en realidad es la lógica del materialismo), y asumir la lógica de la razón. (Colleti, 1977).
Este procedimiento de Hegel se aplica también a lo universal y lo particular. En realidad, lo particular es solo un momento de lo universal. Las diferencias culturales existen, cómo no verlas, pero existen como “particularidades”, y lo particular no es más que un momento de lo universal, y lo universal es la libertad, la igualdad y la racionalidad. Por ejemplo, cuando se trata de abordar la diferencia en el campo del derecho, se plantea que “una teoría liberal de los derechos de las minorías deba explica
r cómo coexisten los derechos de las minorías con los derechos humanos, y también cómo los derechos de las minorías están limitados por los principios de libertad individual, democracia y justicia social”. (Kymlicka, 1996, pag. 19).
Así, el discurso del contractualismo liberal falsifica los contenidos fundamentales de la diferencia hacia los parámetros de la particularidad, porque considera los principios de la “libertad individual, democracia y justicia social”, como campos epistémicos fundamentales e invariables, es decir universales, en los cuales se debe situar la diferencia, pero no como diferencia sino como particularidad; esto puede producir dos riesgos con respecto a la diferencia: la banalización (todos los seres humanos por definición tenemos rasgos de cualquier tipo que nos hacen diferentes); o la “guetización” (los rasgos que me hacen común con otros seres humanos, son propios de mi colectivo, y no tengo ni puedo tener la pretensión de imponérselos a los demás, son válidos en mi “gueto”, a lo máximo que puedo aspirar, entonces, es a la tolerancia). Estos dos riesgos se expresan en el discurso del “multiculturalismo”.
Es un discurso que sitúa al Otro en las coordenadas de lo Mismo. El Otro radical, que bien podrían ser los pueblos y naciones indígenas, con costumbres, vivencias y valores ancestrales, son puestos en la matriz de Lo Mismo del Estado liberal de la democracia representativa. Para hacerlo, el discurso del multiculturalismo comprende que los valores de la libertad, la igualdad y la racionalidad, son valores universales y que no admiten discusión alguna. El problema, para este discurso, es cómo integrar las particularidades del Otro en la lógica de Lo Mismo. Es un problema de cómo incluir a los Otros sin transformar a Lo Mismo. Kymlicka, lo dice claramente: “Intentaré demostrar que muchas formas de ciudadanía diferenciada en función del grupo son consistentes con los principios liberales de libertad … e igualdad” (op. cit. pp. 57)
Esta falsificación de la diferencia tiene que ver con los contenidos mismos del contrato social: para entrar en el contrato social, la diferencia tiene que dejar de ser tal, y esto por una razón fundamental, que está en el corazón mismo del contrato social: los hombres son libres e iguales. Si son libres e iguales, entonces el status de la diferencia, que según el contrato social apela a las particularidades y dado éstas, por definición, están fuera del contrato social, entonces no pueden jugar en el terreno de la contractualidad. Recuérdese que es un contrato que se establece entre iguales, y que es una igualdad, como diría Bidet: metaestructural. Es una igualdad que apela al jus. Iguales ante la ley y por tanto ante el Estado. ¿Qué estatus ante el Estado, racional en sí mismo, puede apelarse desde la diferencia? ¿Si se apela a un status diferenciado, qué Estado racionalmente sustentado puede sostenerse desde una visión de la política moderna? ¿Es dable ese Estado? ¿Es posible? Porque ello plantearía otra cuestión fundamental: ¿cómo constituir a la diferencia en un sujeto político con capacidad de interpelación e interlocución con la modernidad?
A manera de conclusiones
¿Puede ser el desarrollo alguna vez considerado como sustentable? ¿Puede la democracia liberal reconocer a pueblos y sociedades que se quieren diferentes? Hay un pasaje en el Fausto de Goethe, que la recupera Marshall Berman, que es revelador con respecto al desarrollo.
Cito textualmente:
“Cuando Fausto supervisa su obra, toda la región que lo rodea ha sido renovada y toda una nueva sociedad creada a su imagen. Solo un pequeño terreno en la costa sigue como antes. Lo ocupan Filemón y Baucis, una dulce pareja de ancianos que están allí desde tiempos inmemoriales… Ofrecen ayuda y hospitalidad a los náufragos y a los vagabundos. A lo largo de los años se han hecho querer como la única fuente de vida y alegría en esta tierra miserable… Fausto se obsesiona por la anciana pareja y su pequeño trozo de tierra: “esta anciana pareja debería haberse sometido, quiero sus tilos en mi poder, puesto que esos pocos árboles que se me niegan impiden que mi dominio se extienda a todo el mundo …” Deben irse para dejar sitio a lo que Fausto llega a ver como la culminación de su obra: una torre de observación desde la que él y su público podrán “mirar hasta el infinito”. Ofrece a Filemón y Baucis dinero o instalarlos en una nueva propiedad. Pero a su edad ¿de qué les sirve el dinero? ¿Y cómo, después de haber vivido toda su vida aquí y cuando ya se acerca su fin, se podría esperar que empezaran una nueva vida en otro lugar? Se niegan a partir. En este punto Fausto comete su primera maldad consciente. Llama a Mefisto y sus “hombres poderosos” y les ordena que quiten de en medio a los ancianos… Mefisto y su unidad regresan en la “noche oscura” con la buena noticia de que todo está resuelto. Fausto, súbitamente preocupado, pregunta a dónde se han llevado los ancianos y se entera que su casa ha sido quemada y ellos asesinados” ( Berman, 1989, pp. 59-60).
Las contradicciones de la modernidad finalmente nos llevan a un mundo donde el asesinato se convierte en razón de Estado y recurso del poder. Los mapuches pehuenches, en Chile, fueron desalojados brutalmente de sus tierras ancestrales para que Endesa pueda construir una represa, aquellos que optaron por la protesta y la resistencia, ahora están en la cárcel, acusados de “terroristas”.
Varias comunidades indígenas de la amazonia en Ecuador, se han movilizado para impedir las actividades petroleras en sus territorios ancestrales, el ejército los desalojó, y ahora sus líderes han sido acusados también de “terrorismo” y, por tanto, perseguidos por la justicia. Quizá Rawls tenga finalmente razón, su primer principio de una teoría imparcial de la justicia: “cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos” (pp. 280), el problema radica en que el liberalismo no reconoce a la Alteridad como “personas de derecho”, y tampoco la naturaleza consta en ninguno de los principios de justicia. Aunque esta constitución promete cambiar esa realidad, ojala no sea otra ilusion…
Bibliografía
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Bobbio, Norberto 1996 (1985) Liberalismo y Democracia (México: FCE)
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Koyré, Alexandre 1988 (1957) Del mundo cerrado al universo infinito (México: Siglo XXI Ed.)
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Fernando Mires 2006 En nombre de la Cruz. Discusiones teológicas y políticas frente al holocausto de los indios. Ed. Libros de la Araucaria. Argentina
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Todorov, Tzvetan 1991 La Conquista de América y la Cuestión del Otro. Siglo XXI Editores, México.
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Notas
Es Benjamín Constant quien enuncia por vez primera la relación entre la contractualidad central (el Estado), y la contractualidad interpersonal (el mercado), como una dicotomía entre la libertad de los antiguos versus libertad de los modernos: “El fin de los antiguos, escribe Constant, era la distribución del poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria: ellos llamaban a esto libertad. El fin de los modernos es la seguridad de los goces privados; ellos llaman libertad de garantías acordadas por las instituciones para estos goces” (en: Bobbio, 1996, pp. 8).