Gloria Cano, Abogada Asociación Pro Derechos Humanos |
14/04/2009 |
Gracias Tomás |
Eran las diez y treinta de la noche del 3 de noviembre de 1991. Una pollada se realizaba en el Jirón Huanta No. 840, Barrios Altos. Los vecinos buscaban recaudar fondos para hacer algunas reparaciones en la quinta donde vivían. De pronto, dos vehículos con luces y sirenas policiales se detuvieron fuera del inmueble. Un grupo de individuos fuertemente armados irrumpió la fiesta.
Meses antes, al destacamento «Colina» se le había entregado un local en donde pudieran efectuar sus reuniones: el denominado «Galpón», que quedaba dentro de las instalaciones del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). También se les había asignado las instalaciones de la playa «La Tiza», que era utilizada por la oficialidad del Ejército con fines recreativos. Sin embargo, a partir de septiembre de 1991, se había prohibido todo ingreso, obligando además a las tropas a replegarse. El objetivo era que el destacamento Colina pudiera entrenar con total libertad. Aquella vez simularon una fiesta y mientras algunos miembros del destacamento bailaban, otros ingresaban derribando puertas con armas al ristre para reducir y eliminar a los seudo asistentes a la fiesta. Era el ensayo del crimen.
El 3 de noviembre de 1991 se realizó la operación especial de inteligencia -conforme se denomina a dichos operativos- en el solar ubicado en Barrios Altos. Tal como lo habían planificado, el destacamento Colina ingresó con violencia y redujo a los asistentes para luego eliminarlos, disparándoles al cuerpo. Murieron en el acto 15 personas, entre ellos un niño de apenas 8 años de edad. Otros 4 ciudadanos quedaron gravemente heridos, entre ellos Tomás Livias Ortega.
Tomás vendía helados. Así conoció a su pareja Marcela Chumbipuma Aguirre. Por esos días, otro heladero amigo de Tomás, Manuel Ríos, le había ofrecido tarjetas para asistir a una «pollada». Tomás se animó a ir e invitó a Marcela. Ambos llegaron aquel 3 de noviembre a la celebración y con mucho ánimo bailaron y disfrutaron la reunión. Pero la alegría se vería interrumpida para siempre, cuando el escuadrón de la muerte ingresó a sembrar tragedia y dolor en aquel lugar.
Tomás recibió diecisiete impactos de bala en todo el cuerpo. Marcela, quien vio todo horrorizada, trató de escapar por uno de los pasadizos de la quinta. No lo logró. Uno de los Colina la alcanzó y le disparó a matar.
Tomás fue ingresado de emergencia al Hospital 2 de Mayo. En dicho lugar fue víctima permanente de acosos y amenazas. Según lo planificado por Colina, no debían quedar sobrevivientes que pudieran reconocer o dar testimonio sobre los agresores. Por eso quisieron investigarlo y desdibujar los hechos señalando que la matanza era producto de una pelea interna de integrantes de Sendero Lu
minoso. Pero la mentira cayó por su propio peso. Desde entonces Tomás empezó a vivir a salto de mata, pues eran pocos los que querían recordar el rostro de los asesinos y, menos aún, denunciarlos.
Desde entonces Aprodeh conoció y asumió la defensa del caso, tanto en el caso de Tomás Livias Ortega, quien quedó postrado en una silla de ruedas, como el de su pareja, Marcela Chumbipuma Aguirre, quien pereciera durante dicha intervención.
A pesar de su invalidez, Tomás fue la voz que se alzó desde las víctimas para denunciar a los asesinos y para demandar justicia. Tomás no tenía miedo: ya lo habían dejado en silla de ruedas. Por eso él mismo decía: no tengo nada más que perder.
Eran tiempos difíciles cuando conocí a Tomas. Parecía estar siempre furioso. Por esa época, ya se sabía quiénes eran los asesinos, incluso él mismo había reconocido el rostro de Santiago Martin Rivas en un medio de comunicación. ¿Por qué nadie puede detenerlos?, me increpaba.
Hace poco, cuando fue llamado a declarar ante la Sala Penal Especial por el juicio que se sigue a miembros del grupo Colina por el caso Barrios Altos, se volvió a encontrar cara a cara con aquel hombre que hacía 17 años atrás le disparó. Aquel que dirigía el operativo. Lo reconoció ante los magistrados: era Santiago Martin Rivas.
Tomás siempre ha tenido dificultades para expresarse, pero en cada expresión que hace hay una razón detrás. Recuerdo que en una oportunidad, una abogada de la defensa de los acusados le preguntaba si su agresor tenía la nariz como ella o era más respingada. Tomás la miró y le dijo: Por favor, pregunte bien. ¿Usted cree que me van a estar disparando y yo voy a estar mirándole la nariz? Por esa respuesta se ganó una llamada de atención de la Sala.
Pero cuánta verdad había en ello. Durante la incursión en Barrios Altos, Tomás no solo trataba de salvar su vida haciéndose el muerto. Temía un tiro de gracia. Pero también quería ver a su querida Marcela, quería buscarla, correr a ayudarla, salvarla. Pero no pudo hacerlo. Nunca más pudo ponerse de pie. Apenas logró salir arrastrándose, gritando, pidiendo auxilio, porque eso sí, no lograron silenciarlo.
Han sido muchas jornadas en las que Tomás estuvo presente. Recuerdo verlo llegar a toda velocidad en su silla de ruedas, llevando consigo su caja de galletas y caramelos, para ingresar a una diligencia en Palacio de Justicia. En los años posteriores al crimen, él se desempeñaría como vendedor ambulante de golosinas.
O cuando d
espués de declarada la ley de amnistía, insistía en estar presente en las audiencias donde se definiría si se confirmaba o no la decisión de la jueza Antonia Saquicuray, de declarar inaplicable las leyes de impunidad. Recuerdo que Tomás me pedía sacar citas con los vocales supremos. Quería hablarles, quería que lo vieran, quería que le explicaran si acaso él no merecía justicia.
El día de la sentencia a Alberto Fujimori, Tomás no estuvo presente en la Sala. Lo hizo no por gusto, sino porque movilizarse hasta la sede de DIROES era muy trabajoso para él. Además, no podía hacerlo solo. Necesitaba a una persona que lo ayude, que lo acompañe y que lo atienda; además había pocos cupos para la presencia de familiares en la Sala. Por eso prefirió quedarse en casa y ver por la televisión la audiencia final. Y esperar si esta vez sí se hacía justicia.
Y fue así. Al terminar la audiencia que sentenció ejemplarmente a Alberto Fujimori, llamé a Tomás y me dijo: Ahora me siento tranquilo, ya no tengo cólera. Aunque nada me devolverá mis piernas, estoy tranquilo. Y estoy vivo.
Dieciocho años de ocurridos los hechos, nada ha logrado detener a Tomás. Ni las balas, ni las amenazas, ni su propia invalidez. Su empeño por alcanzar justicia fue más fuerte en él. Hoy es momento de decirte Gracias Tomás.
Gracias por resistirte a la muerte. Gracias por contagiarnos con tu coraje y valentía. Gracias por no callar. Gracias por enseñarnos lo que es vivir y hacer de la vida una firme lucha para lograr justicia.
Este triunfo es tuyo.
Gracias Tomás.